Las sensaciones que me llevé de mi primer camino eran tan grandes que no me las podía quedar. Tenía que hacer algo con ellas… y regresar. Entre el Camino Francés y el Inverso medió poco más de un año, que en plena restructuración de mi vida fue el más duro de los que hoy recuerdo. En aquellos momentos, lo que me impulsó a seguir andando fue compartir lo que había vivido, tanto con Clickie como conmigo. Y cuando no supe a qué aferrarme para continuar, me dije que lo que quería era caminar haciendo fotos a mis muñequitos. Nada más.
Animada en parte por quienes, al verme cámara en mano, me preguntaban por las fotos y dónde las podían encontrar, durante ese tiempo abrí la cuenta de Instagram @clickamino, con ganas de compartir así mi experiencia y también —diría que sobre todo— como estrategia en cierto modo terapéutica.
Difundir las «postales» de mi camino dándole voz a «mi niña» me salvó, literalmente, de acabar del todo perdida, porque lo que me llegaba de las personas con las que compartía mi historia no podía ser más genial.
Yo entonces no me di cuenta, pero empezaba a formar una familia; de plástico, quizá, aunque solo en apariencia: la calidad humana de lo que estaba creando sin pretenderlo… no me la podía imaginar.
En ese punto, mi creatividad despegó y ya no la pude parar: tenía que volver al Camino para regalar postales y muñequitos.

Sentí que esa era la manera en la que mejor podía devolverle todo lo que había aprendido: brindando a otros peregrinos la oportunidad de vivir lo que yo había vivido y contribuyendo a su recorrido interno hacia el bienestar. Porque, por incomprensible que parezca, nunca me sentí tan desgraciada y feliz a la vez: condicionada por la Míriam que aún era y libre de todo aquello de lo que me había logrado desprender.
Aquella «misión» fue decisiva para levantar cabeza, armarme de un buen puñado de clicks de Playmobil®, imprimir las mejores postales y echar a andar de nuevo sin saber adónde iría a parar. Fui en tren de Barcelona a Santiago y empecé recorriendo un camino pendiente, el de Santiago a Fisterra, por el que había vuelto de Fisterra a Santiago en autobús la primera vez. Ya en el Atlántico, emprendí el Camino Inverso: quería plantarme en Saint-Jean-Pied-de-Port, origen de mi primer viaje, desandando mis propios pasos. Así que de Fisterra fui a Muxía, llegué nuevamente a Compostela y puse rumbo a Francia, dispuesta en todo momento —eso sí— a dejarme llevar y sorprender.
Hacer el Camino Inverso compartiendo mi historia fue una experiencia increíble, y más divertida y extraordinaria todavía. Quizá porque entonces empecé a darme cuenta de cuánto había crecido, y de lo que había vivido para llegar hasta allí.

Aquel viaje no solo me ofreció la perspectiva que llevaba buscando desde el principio, sino que me regaló algo aún mejor: la emoción de lo que realmente soy y de lo que me hace estar viva. Y cuando sientes eso con todas tus fuerzas, ya no tienes opción. Ni siquiera necesitas tomar una decisión.
